Revista Algarabía: El grabado y el imaginario popular en México
Por Igor Ubelgott
El mexicano se ríe de la muerte». Este cliché es, me parece, uno de los malentendidos más grandes que con mayor frecuencia llenan la boca de nacionales y extranjeros que creen reconocer un «espíritu nacional» e, indigestos por el descubrimiento, se apresuran a simplificarlo de esa manera. Si eso fuera cierto, me pregunto entonces qué hacía la mitad de la población usando cubrebocas para protegerse de un virus pernicioso. ¿Acaso estarían pelándole los dientes por debajo de la tela estéril?
El arte popular y las artesanías están llenas de ejemplos de ese supuesto coqueteo que «el mexicano» —así, en abstracto— sostiene con la huesuda y su infatigable guadaña, y el Día de Muertos, con toda su parafernalia, tampoco ayuda mucho. Pero sin duda gran parte de la culpa deben cargarla como pesada losa los artistas plásticos que insuflaron vida a nuestros muertitos, los vistieron y, como para menguar la nostalgia que nos deja su viaje sin retorno, nos los trajeron de vuelta y los hicieron protagonistas de estampas que, aún hoy, siguen dando vueltas en eso que llaman el «inconsciente colectivo».
Pero no sólo de calaveras se trata, sino también de hombres, mujeres y niños de la vida rural y urbana; políticos, magos y santurronas; juegos y diversiones populares; borrachos, asesinos y ladrones; toros y toreros, santos y diablos, milagros y cataclismos. Todo tan a la mano y tan al alcance como podía estarlo un libro de juegos, un refranero o un volante ilustrado por Manuel Manilla o por José Guadalupe Posada.
Manilla, primero lo primero
En 1925, el pintor y crítico francés Jean Charlot afirmó: «[…] se sacó a la luz, últimamente, el nombre de Guadalupe Posada, porque su tremenda personalidad se imponía; quizás también porque ya había muerto. Pero si Posada fue grande, es porque sacudió y rompió la tradición ya establecida del grabado mexicano, y quizás importaría saber quién o quiénes establecieron esta tradición».1
Para hablar de la tradición del grabado, hay que echar un vistazo al México del siglo XVIII, en el que prácticamente todas las hojas impresas que circulaban provenían de España. Existen copias de romances españoles fechados en 1736 que pueden tomarse como precursores del corrido mexicano. Pero el grabado mexicano empezó a hablar con voz propia a principios del siglo XIX y se asentó de manera definitiva en la segunda mitad del mismo siglo, con la aparición de las ediciones de don Antonio Vanegas Arroyo, que mayormente atendían a un mercado popular —es decir, no hablamos de ediciones de libros «serias»— por medio de la publicación de estampas, volantes, panfletos que podrían considerarse la «nota roja» de la época, antologías de canciones y juegos. Entonces el grabado tradicional en madera —o xilografía— permanecía vigente en virtud de su practicidad, ya que permitía montar los grabados junto con el texto, y de su bajo costo, que lo colocaba sobre el grabado en lámina de cobre y de la litografía, al menos en las piezas destinadas al consumo masivo.
El primer dibujante y grabador de Vanegas Arroyo fue Manuel Manilla, cuyos primeros trabajos vieron la luz de las calles en 1882. Poco más se sabe de su vida: nació en la ciudad de México en 1830, él y su hijo eran grabadores, se retiró en 1892 —ante el empuje que ejercían las obras de Posada— y murió de tifo en 1895.
Manilla se especializó en temas religiosos —Cristos, santos y vírgenes— y en estampas para la devoción, cuya demanda era abundante en una ciudad de 185 000 habitantes predominantemente católicos. Además de eso, de los buriles del prolífico grabador emanaron juegos de mesa, carteles para espectáculos —bailes, circo y teatro, corridas de toros, carruseles, títeres y peleas de gallos—, caricaturas para la prensa, adivinanzas, recetarios de cocina, versos, manuales de prestidigitación y de bordado, epistolarios y hojas volantes de colores en los que se plasmaban lo mismo una fiesta que un velorio, fantasías, desgracias, «ejemplos» moralizantes y acontecimientos que iban de lo extraordinario —por ejemplo, la erupción de un volcán— a lo simple —el ataque de una perra brava—. De su obra, vasta y variopinta, se conservan alrededor de 300 placas en manos de los Vanegas Arroyo.
Posada, el señor del inframundo
El mismo Charlot, quien rescató a los grabadores de Vanegas Arroyo del anonimato y los expuso a las miradas del público, escribió en la Revista de Revistas: «Posada creó el grabado genuinamente mexicano, y lo creó con rasgos tan fuertes, tan raciales, que pueden parangonarse con el sentimiento estético de lo gótico o lo bizantino».
José Guadalupe Posada nació en la ciudad de Aguascalientes en 1852. Desde niño mostró inclinación artística y, de la mano de Trinidad Pedrozo, publicó sus primeras litografías en el periódico dominical El Jicote Ilustrado; desafortunadamente, la postura política de Pedrozo lo obligó a trasladarse a León, Guanajuato. Tras ires y venires, Posada se mudó definitivamente a la ciudad de México, donde se integró a la imprenta de Vanegas Arroyo en 1890.
Al igual que Manilla, Posada incursionó en las hojas volantes y en la sordidez de sus temas: calamidades, hechos sangrientos, profecías y nacimientos monstruosos. También ilustró la vida política del Porfiriato, del que fue un crítico agudo y certero; elaboró numerosas estampas religiosas que entonces eran consideradas como intercesoras ante la misericordia divina; además, dibujó numerosas viñetas acerca del tema del amor y para ilustrar cuentos fantásticos.
Sin embargo, la impronta indeleble de Posada fueron sus calaveras, íntimamente ligadas a esa visión tan mexicana de la muerte de la que se habló al inicio de este artículo, y que difícilmente podría sintetizarse como mero humor. Las alegres calaveritas de Posada representan algo mucho más complejo: «burlonas, irónicas y hermosas, atestiguan el carácter de la vida como algo poco digno de tomarse en serio»;2 son, en apariencia, una sátira del hecho de morir, del destino inexorable de todos —desde el político más encumbrado, el rico hacendado, hasta el soldado o el campesino—: los difuntos se despojan de su carne, se quedan en el puro hueso y bailan, se divierten y se exhiben al mundo que contempla entre risotadas su triste final. Pero esa risa es también una manera de exorcizar el miedo a la muerte, a la oscuridad y al silencio eternos, y hallar una manera, mientras aún está uno vivo, de ver el grave asunto de morirse «por el lado amable». A través de sus litografías, Posada permite, a quienes así lo quieran, compartir una vez más el tiempo y la vida con quienes «se nos adelantaron» en el camino al más allá —o hacia la nada.
En diciembre de 1912, como era su costumbre, Posada celebró el fin de año empinándose él solo un barril de tequila; pero esta vez enfermó y murió de enteritis aguda en enero de 1913. Solo y pobre, fue enterrado en una tumba de sexta clase; su editor, Vanegas Arroyo, se enteró de su muerte tres días después de que el hidrocálido había dado el «sí» a los seductores requiebros de La Catrina, la más famosa de sus imágenes, ante cuya elegancia no queda más que quitarse respetuosamente el sombrero y mirar de reojo a la que habrá de sonreírnos por última vez y para siempre.
Epílogo
Ayer y hoy estas viñetas de vida y muerte han poblado nuestras mentes y nuestras almas. Nos acompañan en las hojas de papel picado con que decoramos nuestros altares, en la devoción de quien empuña una estampita como intercesora del perdón y la gracia divinas, en los que construyen mentalmente el México de principios del siglo xx a partir de esto que ven, en la playera negra de quien escribe estas líneas, o en otras innumerables herencias que sólo hay que levantarse y mirar. Y usted elige si se ríe o no. *
Igor Übelgott, a pesar de lo que pudiera deducirse de su apellido, es un mexicano de aspecto promedio que, como todos los demás, le teme a la muerte y profesa una fascinación por esa oscura dama, la única a la que le ha permitido —y hasta agradecido— haberlo dejado plantado en el par de citas que ha tenido con ella.
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