martes, enero 26, 2010
David Toscana 2a parte
alguna vez, huyendo del acá, de este lado, del cerca y del junto, del encima y del aquí, del ahora.
A estas alturas, David Toscana se ha consagrado como escritor. Tiene oficio, curiosamente, lo tiene como si siempre lo hubiera tenido. Su obra ha despertado el interés internacional y es traducida al inglés, al alemán, al griego, al italiano y al árabe. En Alemania, por ejemplo, comienzan a llamarlo escritor virtuoso.
Su quinto libro, “Duelo por Miguel Pruneda”, en el cual surge, precisamente, el hijo de aquel personaje del mismo nombre de la primera novela de Toscana, “Las bicicletas”. El descendiente de Miguel Pruneda se coloca ahora en el centro del podium exigiendo un sitio preponderante, un lugar de primerísimo calidad dentro de la trama novelística y de la narrativa mexicana. Un Miguel Pruneda nostálgico, quien recuerda, recurrentemente, su niñez, montado en una Western Flyer, la bicicleta predilecta de E.T., ridícula bicicleta voladora del oeste. Miguel Pruneda, tanatófilo, hijo de aquel Miguel Pruneda pueblerino al que le gustaba tanto escuchar precisamente la antiquísima canción llamada “Las bicicletas”. Las reminiscencias de un tal José Videgaray sobre la invasión yanqui y la derrota dolorosa de los regios, que extiende un canal, una línea de parentesco con “Estación Tula” y “El ejército iluminado”, cuya ambientación antinorteamericana, antigringa permea en las tres. Lo que nos hace pensar en la obra narrativa, totalizante, conectada por diversos canales intertextuales discursivos que la hacen a la vez conceptualmente rica diversa.
En “El último lector”, David Toscana continuará fiel a la consigna dicha alguna vez por William Faulkner: Si quieres ser universal, habla de tu aldea, porque simple y sencillamente, David Toscana, como todo hijo agradecido con el terruño que lo vio nacer, ubica la trama en Icamole, un punto geográfico, un pequeño pueblo cercano a la ciudad de Monterrey, desde donde se puede contemplar el cerro de El Fraile; y donde, supuestamente, en 1876, se llevó a cabo una batalla oscurecida por los anales de la historia nacional, entre los rebeldes encabezados nada más y nada menos que por el general Porfirio Díaz y las fuerzas gobiernistas del presidente de la república, don Sebastián Lerdo de Tejada, perdiendo vergonzosamente los primeros.
Lucio, el protagonista, está convencido que la Historia es Literatura y es vida y viceversa. Aunque a Lucio le ganará siempre la Literatura, porque él es el único, el último lector de ese pueblo olvidado de Dios y del Diablo. Por ello, la única mujer que se digna a visitarlo hasta esa biblioteca anacrónica, exclama que Lucio tiene mejor un tino para hablar de un miserable que de un presidente. La relación de Lucio con los personajes de los libros que lee es profunda. A pesar del misterio que en su cuarto encierra su hijo Remigio y que habrá de unirlos más que nunca. Hay una extraña simbiosis que rompe con los límites que separan la realidad de la ficción. Está convencido de que los personajes de una novela son más reales que los de la historia. A Lucio no se le escapan los excesos estilísticos de la Biblia, y con cierto desdén la coloca en su librero como una obra buena, pero saturada de vicios, salvándola, así, de ser confinada al sitio en el cual llega a parar lo que él considera como literatura chatarra. La mujer que lo visita, quien es la madre de la niña desaparecida, en determinado momento:
Déjeme echar un libro, dice ella. Lucio saca una navaja del cajón y se dirige a las cajas. Ahí corta unos flejes y raja la cinta adhesiva. Ella extrae un libro, observa la tapa, lee las solapas y se detiene en la fotografía del autor. No lo conozco, dice. Extrae una segunda novela: El hijo del cacique. Esta es maravillosa, ¿la ha leído? Lucio niega con la cabeza. La tercera tampoco la conoce (p.108).
Luego, ocurre el hallazgo, otro guiño como el que nos ha lanzado en “Estación Tula”, pero esta vez no siendo él un personaje, sino la anagnórisis operística, donde el propio autor desacraliza su propia literatura, cuando la mujer prosigue con su búsqueda de libros, en las siguientes líneas:
Esto debe ir derecho a las tinieblas, “Santa María del Circo”, un melodrama sobre enanos y mujeres barbudas. ¿Hay algún ritual o sólo los arrojo por el hueco? Sólo los arrojo. Ella va hacia la puerta y hace el ademán de lanzar el libro, voltea hacia Lucio y, al verlo cruzado de brazos, con signos de impaciencia, lo deja caer (Ibidem).
Es curiosa la sensación que, en lo personal, me ha producido la lectura de esta novela. Durante toda la trama he creído que Lucio era más joven que Remigio, aunque la historia quiera convencerme de lo contrario. Pero quizás se deba a que la lectura continua que realiza Lucio, quien es el padre, puede llegar a rejuvenecer y el misterio, el secreto, lo sórdido, que guarda Remigio, envejece. Esta novela se desarrolla al estilo de las cajas chinas, la historia y las metahistorias que se derivan de la primera logran su cometido según las exigencias más altas de todo lector que son: entretener, atrapar, enganchar.
“El ejército iluminado” es una novela inolvidable, misma que tuvo como fuente de inspiración un instituto que atendía a niños con retraso mental, en cuya visión se inspiró el autor cuando vivió una temporada en Berlín, disfrutando de una beca del Berliner Kunstler Programm.. El absurdo del antiyanquismo cobra su máxima expresión en un pequeño grupo de niños que se hacen llamar “El ejército iluminado”, y cuyos integrantes sueñan con dar a México un hermoso presente, la travesía que habrá de situarlos como los últimos héroes de nuestra patria al recuperar el estado de Texas arrebatado por los gringos en las postrimerías del siglo XIX. Esta novela es verdadermente emotiva. Ubaldo, el gordo Comodoro -cuya posición se vuelve harto incómoda- el “cerillo”, del que su fuego presencial se convierte necesario, la tierna Azucena y el “Milagro”, comandados por Ignacio Matus, todos ellos alumnos de primaria, formarán “El ejército iluminado”. Esta novela se vuelve realmente entrañable. Ignacio Matus, ya adulto, mostrando su fiero antiyanquismo hasta en las olimpiadas de 1968, impidiendo, en solitario, extraoficial, que un norteamericano gane la medalla de bronce. Corriendo acá, en el norte de México, bajo un clima agotador de 40°, con cronómetro y todo, sin más público que uno de sus más fieles amigos. Y otra vez David Toscana tendiendo redes hacia otras obras mediante los sitios, los lugares y las calles: Cerro del obispado, calle Degollado 467 sur, el bar Lontananza.
En suma, y además de todo lo anteriormente escrito, la narrativa de David Toscana, sin llegar a ser histórica, queda ligada tenuemente a los fragmentos de la historia nacional, no para añadirse a la opinión de los historiadores y cronistas oficiales, sino para divertirse y divertir con un punto de vista distinto. El autor nos lanza sus guiños maliciosos. Diríase que detrás de éstos se esconde un hombre astuto, inteligentísimo, frío y a la vez sumamente emotivo en la elaboración de cada una de las tramas que se suscitan en su novelística. La imagen de un David Toscana hermético, en el fondo afable, misterioso. Un iceberg que sólo muestra lo que quiere, pero que lo que oculta lo traslada hasta las páginas de sus libros para fortuna de quienes somos sus lectores. Hay en David Toscana un silencio y una serenidad individualizadas que estallan en los maravillosos fuegos de su pirotecnia verbal, estilística y temática, porque leerlo es una verdadera fiesta. Ya lo han comprobado quienes han hecho de sus libros un foco de atención internacional, traduciendo su obra, además de a otros idiomas, también al eslovaco, al portugués, al serbio y al sueco.
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